1.4. José María de Pereda
"Entre la mesa, las sillas y el paraguas, que llenaban lo mejor de la estancia, y media docena de criaturas haraposas que, arrimadas a la pared, aplastando las narices contra la vidriera, o descoyuntadas entre dos sillas y la mesa, ocupaban casi el resto, trataba de pasearse, con grandísimas dificultades, un cura de sotana remendada, zapatillas de cintos negros y gorro de terciopelo raído. Era alto, algo encorvado, con los ojos demasiado tiernos, de lo cual, por horror a la luz, era obra la encorvadura del cuello; y tenía un poco abultada y rubicunda la nariz, gruesos los labios, áspero y moreno el cutis y negra la dentadura.
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Autor: Jacob Riis. Dominio público |
Entre todos aquellos granujas no había señal de zapato ni una camisa completa; los seis iban descalzos, y la mitad de ellos no tenían camisa. Alguno envolvía todo su pellejo en un macizo y remendado chaquetón de su padre; pocos llevaban las perneras cabales; el que tenía calzones no tenía chaqueta, y lo único en que iban todos acordes era en la cara sucia, el pelo hecho un bardal y las pantorrillas roñosas y con cabras. El mayor de ellos tendría diez años. Apestaban a perrera.
—Vamos a ver —dijo el cura, dando un coquetazo al del chaquetón, que se entretenía en resobar las narices contra los vidrios del balcón, el cual muchacho era morrudo, cobrizo, bizco y de cabeza descomunal—, ¿quién dijo el Credo?
Se volvió el rapaz después de largar un hilo sutil de saliva a la vidriera por entre dos de sus incisivos, y respondió, encogiéndose de hombros:
—¡Qué sé yo!
—Y ¿por qué no lo sabes, animalejo? ¿Para qué vienes aquí? ¿Cuántas veces te he repetido que los Apóstoles? Pero ab asino, lanam... ¿Cuántos dioses hay?...
—¿Dioses? —repitió el interpelado cruzando los brazos atrás, con lo que vino a quedar en cueros vivos por delante; porque el chaquetón no tenía botones, ni ojales en que prenderlos aunque los hubiera tenido—. Reparó el cura en ello y dijo, echando mano a las solapas y cruzando la una sobre la otra:
—¡Tapa esas inmundicias, puerco!... ¿Y los botones?
—No los tengo.
—Los habrás jugado al bote.
—Tenía una escota y la perdí esta mañana.
El cura fue a la mesa y sacó del cajón un bramante, con el que a duras penas logró sujetar las dos remendadas delanteras del chaquetón, de modo que taparan las carnes del muchacho
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